A finales de 2016, el río Buriganga gritó "¡Basta ya!". Sobreexplotado por las fábricas de cuero del barrio de Hazaribagh, y envenenado tanto por sus vertidos tóxicos como por la falta de sistemas de saneamiento y la mala costumbre de tirar toda la basura al agua, esta arteria de la capital de Bangladés dejó de albergar vida. Los niveles de oxígeno en su caudal, del que se abastecen unas 180,000 personas, cayeron tanto que los peces, que sobrevivían a duras penas, acabaron flotando. Lo que sí había en cantidades generosas era cromo, un agente cancerígeno.
La contaminación del aire también alcanzó niveles tan peligrosos que las afecciones respiratorias y de piel se dispararon. Grupos ecologistas señalaron a Hazaribagh como uno de los lugares más contaminados del planeta, y la situación derivó en una crisis medioambiental y sanitaria que obligó al Gobierno a tomar medidas: en abril de 2017, ordenó la reubicación de unas 150 curtidurías que, por si fuese poco, a menudo utilizaban mano de obra infantil. A algunas que se resistían incluso se les cortó el suministro eléctrico.
Teóricamente, los negocios fueron reubicados a las afueras de Dacca, en el distrito de Savar. Los dirigentes prometieron que se construirían dos depuradoras para asegurar que los vertidos tóxicos no contaminasen el río que discurre paralelo, el Daleshwar. Y, efectivamente, las instalaciones ya están acabadas. Pero de ahí a que desempeñen su función va un trecho.
Tal como se aprecia al acceder a los puntos en los que las depuradoras vierten el agua, son gigantescas las tuberías que discurren semienterradas de forma perpendicular a la orilla del río. Es fácil dar con sus bocas. Solo hay que buscar el punto en el que el caudal cambia de color. Las instalaciones vomitan una densa espuma blanca y líquido de tonos que van del carmesí al azul. El hedor es intenso, pero algunos lugareños se acercan hasta aquí todos los días para esperar con expectación el momento en el que las plantas descargan. La razón es sencilla: los peces mueren al instante y es más fácil recogerlos cuando flotan que lograr que muerdan el anzuelo. Ese pescado acaba en mercados locales.
Desafortunadamente, aunque las grandes curtidurías se han mudado, Hazaribagh sigue sin ser ningún paraíso. Muchos de los pequeños negocios continúan abiertos y contaminando lo que queda del Buriganga, y que lo hacen con tal falta de supervisión que hace unos días un taller quedó calcinado por un incendio. Gran parte del río se ha secado y es ahora un gigantesco vertedero al aire libre, lleno de plástico y de desechos de todo tipo: desde basura doméstica, hasta heces humanas.
Allí donde el Buriganga sí que tiene agua, la situación no es mejor. Decenas de personas lavan en sus fétidas aguas las sábanas de un hospital. Es ilegal, pero el centro afirma que no tiene noticia de que se haga allí porque ha subcontratado el servicio. En la orilla de enfrente, recicladores de plástico limpian los trozos de colores que obtienen tras su separación y triturado en el caudal negro, llenándolo de microplásticos y de trozos que se ven a simple vista. En medio del río, un tanque de Wasa, la empresa de aguas municipales, demuestra que Daca continúa abasteciéndose aquí.
Este ejemplo puede parecer extremo y puntual. Pero no lo es. La contaminación de las costas y de los numerosos ríos que surcan Bangladés, es muy severa. Y el problema no se limita al agua. Según el estudio La Calidad del Aire Mundial de la suiza IQAir, Bangladés es el país más contaminado del mundo y Dacca la segunda capital con la mayor concentración de partículas en suspensión. Esa última es una coyuntura que se aprecia bien en la maniobra de aproximación al aeropuerto de la ciudad, mientras se sobrevuela una densa capa de contaminación.
La fuente de la que mana gran parte de estas partículas nocivas también se aprecia claramente desde el aire: las fábricas de ladrillos dibujan un cinturón de chimeneas humeantes que ahogan a Dacca. Su tamaño abruma. Según datos de la Asociación de Fabricantes de Ladrillos de Bangladés, el país cuenta con 7,000 fábricas que emplean en torno a un millón de personas y que producen 23,000 millones de ladrillos al año, una cifra que lo convierte en el cuarto fabricante mundial. En conjunto, ingresan unos 2,300 millones de dólares y contribuyen un 1% al producto interior bruto del país.
También se estima que son la fuente del 60% de la contaminación atmosférica de la capital. Y no cuesta entender por qué. El barro con el que se producen los ladrillos se extrae de las márgenes del río, y, después de ser mezclado con agua, amasado, y secado, es transportado hasta el gigantesco horno con una chimenea en el centro en el que será cocido. Los ladrillos se colocan en paredes radiales entre las que se deja un espacio para echar carbón. Cuando toda la superficie ovalada está llena, se cubre con arena y se prende fuego dentro. La chimenea comienza entonces a escupir un intenso humo que llena todo de un polvo negruzco.
“En un horno pueden entrar hasta 800,000 bloques por cada tanda. Durante los seis meses de la época seca, que es cuando podemos trabajar, fabricamos unos cuatro millones”, comenta un capataz llamado Ahmed. Según un estudio de la Universidad de Stanford, cada fábrica emite 53 toneladas de CO2 por temporada. No es de extrañar que las enfermedades respiratorias y cardiovasculares de quienes residen cerca de una sean muy elevadas. Y su efecto se siente incluso en la cosecha de cereales y verduras, afectada por la contaminación de la tierra.
Aunque el Gobierno ha prometido ir retirando licencias a quienes no apuesten por energías más limpias —que no utilizan fuego—, lo cierto es que las fábricas de ladrillos son un buen negocio que alimenta tanto el trabajo semiesclavo (la mayoría de los trabajadores describen condiciones draconianas y sueldos de miseria) como la corrupción. “Si alguien viene a pedir explicaciones, nos lo quitamos de encima con un regalo”, ríe Ahmed. Una vez más, los niños juegan un papel protagonista en esta industria: ellos transportan tierra, dan vuelta a los ladrillos para que se sequen, y cuidan a los bebés de las familias que viajan cientos de kilómetros para trabajar durante la temporada seca, cuando no hay mucho que hacer en el campo y los hornos están a pleno rendimiento. Pocos son conscientes de los efectos que este empleo temporal tendrá en su salud.
Por si fuese poco, existe una tercera polución, invisible, a la que pocos prestan atención, pero que también tiene consecuencias graves: la acústica. Bastan unos minutos en las calles de Dacca para sentir que los oídos sufren una agresión constante. Al final, la población se acostumbra a este ruido ininterrumpido, que en mediciones llevadas a cabo para este reportaje supera habitualmente los 80 decibelios —más de 60 es dañino—. Pero Monowar Hossain, otorrino de uno de los principales hospitales públicos de la capital bangladesí, afirma que supone un peligro para la salud.
“Lo más evidente es que provoca sordera. La pérdida de la capacidad auditiva y el tinnitus —la percepción de pitidos o golpes inexistentes— es paulatina y generalizada, lo cual propicia que el nivel de ruido continúe siendo elevado”, explica. “Pero hay otros efectos secundarios, que van desde el dolor de cabeza y los mareos, hasta las alteraciones del sueño. Porque el ruido no desaparece por la noche. Incluso los fetos pueden verse afectados”, añade. Hossain subraya que esta coyuntura afecta sobre todo a las clases más desfavorecidas de la sociedad y que tiene un elevado coste económico.
Artículo obtenido de: Zigor Aldama, Dacca, www.elpais.com
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